La idea de un desorden generalizado
Mario Luis Fuentes
El Estado mexicano enfrenta retos enormes y lo hace en cada vez más numerosos frentes. En lo económico, la anemia fiscal se mantiene y no se logra construir procesos de crecimiento sostenido, acompañados de mecanismos y herramientas eficaces y justas de redistribución de la riqueza.
En lo social, la pobreza, aunque se redujo entre los años 2000 y 2022, en realidad se mantiene en indicadores similares a los que teníamos en el año 2016, según las mediciones del Coneval. La infraestructura social sigue siendo insuficiente y en varias regiones no recibe el mantenimiento necesario y en otras está envejecida y cada vez menos funcional.
En la cuestión medioambiental la crisis es cada vez más aguda: la pérdida de la biodiversidad se acelera, se incrementa el número de especies amenazadas, en riesgo o en peligro de extinción, la deforestación no para, la crisis del agua amenaza la estabilidad social en el país, y la sequía hace estragos en el sector agropecuario como hacía mucho no ocurría.
En el ámbito de la violencia los crímenes siguen y se multiplican. Los datos disponibles permiten sostener que los primeros cinco meses de 2024 han sido más violentos que los de 2023, lo que alerta sobre un peligroso repunte de la crisis de inseguridad que vive el país desde hace ya casi 20 años; mientras que los delitos contra las familias, los delitos contra la seguridad e integridad sexual de las personas y los delitos contra la sociedad crecen, sin que haya políticas públicas apropiadas.
En lo institucional, de manera a veces sorprendente, el Estado sigue teniendo niveles mínimos de funcionalidad que permiten que el país siga relativamente su marcha; sin embargo, no hay procesos ni en los estados ni en los municipios más importantes, que apunten a la generación de una nueva arquitectura institucional que permita adecuar al país a los grandes retos, tanto internos, como los impuestos por el incierto e inestable concierto internacional.
En esa perspectiva, los mecanismos de coordinación entre Federación, estados y municipios se han deteriorado de manera relevante, complejizando y de hecho impidiendo potenciar recursos, sumar capacidades y, sobre todo, encausar a las regiones y a la República en su conjunto en un esfuerzo colectivo para un nuevo curso de desarrollo.
En el ámbito de la salud la crisis se mantiene. El diferimiento de consultas, estudios clínicos y procedimientos quirúrgicos no mejoran de manera sustantiva; la cobertura en vacunación de niñas y niños cayó drásticamente; mientras que la mortalidad evitable sigue creciendo sin que se hayan generado nuevas capacidades para reducir y abatir eventualmente las dos grandes epidemias que enfrentamos: la obesidad y las enfermedades del corazón.
En el ámbito de la educación los resultados son igualmente preocupantes. Por primera vez en décadas cayó la matriculación en la educación básica; mientras que la pérdida de aprendizajes es de tal magnitud que algunas expertas y expertos hablan de la posibilidad de una “generación perdida” pues será muy complicado lograr la recuperación de esos aprendizajes con las capacidades que ello implica para la vida, el trabajo y la felicidad de las personas.
Por ello, es importante reflexionar: ¿qué significa todo ello en su conjunto? ¿Cómo calificar a una democracia que tiene esos resultados en el desempeño general del Estado? ¿Es pertinente la categoría de “Estado fallido” o habría que pensar en otras que describan mejor la relativa funcionalidad del aparato institucional a la par de una crisis permanente en los ámbitos señalados y en otros más?
Hace ya casi 20 años, cuando se presentó el proyecto de sentencia respecto de lo ocurrido en la Guardería ABC, se presentó un término que valdría la pena explorar con mayor rigor, y pensar en que, en un marco constitucional e institucional establecido, estamos ante un desorden generalizado en el funcionamiento y operación de las dependencias de los tres órdenes de gobierno.
Esa idea del desorden permite, por ejemplo, incorporar al análisis al fenómeno de la corrupción, a la par de la incompetencia en el ejercicio del gobierno; pero también otras como la relativa a una inexistente burocracia profesionalizada en los tres órdenes de gobierno, además de un orden jurídico nacional desarticulado, y en no pocas ocasiones contradictorio en perspectivas y mandatos.
Lo que estamos enfrentando requiere reconocer que son demasiadas las variables en juego y que el nivel de complejidad de las interacciones y determinaciones que operan entre ellas rebasa a la capacidad actual de diagnóstico e intervención de las instituciones, por lo que urge repensar los modelos y perspectivas desde las cuales se han planteado tanto a las instituciones como instrumentos de evaluación de las políticas públicas.
En ese sentido, cabe preguntar cuáles son los mecanismos formales de evaluación e intervención coordinada por ejemplo de instancias como la Auditoría Superior de la Federación, el Coneval y Mejoredu. Y al mismo tiempo, cómo podrían vincularse institucionalmente con instrumentos adecuados de intervención y control del gobierno, con organismos evaluadores locales como Evalúa CDMX y otros similares que existen en algunas entidades de la República.
La cuestión es mayor, pues más allá de posiciones ideológicas, la gestión gubernamental implica cuestiones científico-técnicas que no pueden obviarse y que deberían permitir no solo incrementar eficiencia y eficacia, sino, ante todo, la pertinencia de lo que se hace; dicho en términos llanos, lograr que los programas y políticas públicas efectivamente resuelvan los problemas para los cuales son creados.
Por ello, se hace urgente también recuperar las capacidades de planeación democrática del Estado, pues si se continúa con la lógica de construir solo planes que permitan cubrir un trámite legal, seguiremos entonces con gobiernos inerciados y planes que no se ejecutan pues la planeación no se articula adecuadamente con los procesos de programación y presupuestación.
Ante ello, lo que debe reconocerse es que México carece también de un sistema de generación de consensos parlamentarios, en un escenario de una muy frágil división de poderes; y por eso urge fortalecer al sistema de pesos y contrapesos democráticos para establecer los acuerdos que urgen para cumplir el mandato constitucional en materia de derechos humanos y particularmente de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población.
Investigador del PUED-UNAM
Con información de Aristegui Noticias