Sin lugar para el (auto) engaño

Ricardo Becerra

La demanda por populismo existe, es un producto de la época, de sus humores, de las continuas decepciones que los gobiernos electos legítimamente han causado a lo largo de este siglo y en especial, luego de la crisis financiera (2008). Las condiciones de la libertad —la democracia— son menos apreciadas, menos valoradas por qué ellos ciudadanos, después de mucho esperar, buscan soluciones rápidas y porque han acumulado en sus mentes, al material más inflamable y generalizado en nuestra época: el resentimiento.

Decepción, frustración y resentimiento son los elementos que han cocinado uno de los consomés más desconcertantes en los que estamos trabados: sí, contrario a cierto idealismo ingenuo-democrático, ahora hay mayorías sociales que quieren autoritarismo. Y un paso más allá, esos electorados están dispuestos a votar por programas explícitamente antidemocráticos, a riendas y a sabiendas, por lo que la demagogia deja de ser sinónimo de engaño o de mentira para volverse una propuesta sabida, asumida y consentida. Votan por el autoritarismo, porque así lo quieren.

Según Jan-Werner Müller eso ha sido fraguado ya, con Trump, en Estados Unidos; en Turquía con Erdogan y por supuesto, en El Salvador con Bukele. En mi opinión, López Obrador ha dado el paso: ha propuesto clara y meridianamente, un retorno al autoritarismo a través de su paquete de reformas presentadas a principio de febrero.

El cúmulo de veintiuna iniciativas pueden ser discutidas puntualmente, una por una en sus méritos y deficiencias, conforme a su pertinencia, racionalidad o por ausencia de ella, pero no puede ignorarse en ningún momento, el hecho central de que en ese conjunto de iniciativas radican cuatro que opacan a todo lo demás por su dimensión destructiva y su carácter disruptivo. Representan un cambio de régimen, un desmantelamiento de componentes clave de la democracia mexicana tal y como la conocemos y en la que todavía hoy vivimos.

Hablo por supuesto de la eliminación de la representación proporcional en el congreso federal; de la elección de ministros, magistrados y jueces; de la votación de los consejeros electorales del INE y de la extinción de la autonomía de organismos e instituciones clave como el INAI o el CONEVAL.

Este es el propósito del paquete que el presidente ha enviado al Congreso de la Unión, y en él se juega el pluralismo político, el papel del legislativo como poder aparte que modula y modera a su vez al poder presidencial, la naturaleza imparcial, objetiva y apartidista del poder judicial y del Instituto Nacional Electoral y acaba, en fin, con las instituciones que vigilan, corrigen las decisiones ilegales y que velan por el cumplimiento de los derechos de los mexicanos.

No hay engaño: el propósito político de López Obrador es la centralización del poder, diluir la división de poderes y minimizar contrapesos y rendición de cuentas. Además, claro está, de inundar de militares las áreas que según la constitución, hasta hoy, están reservadas a la autoridad civil.

No es secreto, no es una maniobra discreta, ni algo que se dice con susurros intrigantes en pasillos reservados: es el cacareado, declarado “plan C”, puesto en sendos documentos y entregados al Congreso de la Unión y reiterados puntualmente en la campaña presidencial de Morena.

Ni con Díaz Ordaz, nunca, habíamos tenido una confesión tan explícita de una voluntad que busca regresar a un régimen autoritario.

Sus partidarios, sus voceros, contingentes, sus viejos o nuevos adherentes, lo conocen y no hay forma de equivocarse: el autoritarismo tiene su programa constitucional. La confesión dicha, escrita y repetida de López Obrador no deja sitio a dudas: es contra la democracia, por la centralización y por el autoritarismo. No hay lugar para el engaño. Que conste.

Con información de Crónica

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