Los refugiados, esos extranjeros
Carlos Martínez Assad
La literatura árabe ha tenido un fuerte impacto en Occidente en los últimos tiempos en los que las traducciones han permitido su divulgación. Varios Premios Goncourt así lo demuestran. Uno de los recientes fue el concedido a Kamel Daoud, de Argelia, por su novela Meursault, caso revisado, en 2015. Tuvo la excelente idea, que ahora se pone de moda, de realizar una suerte de réplica a algún personaje de ficción, sin la densidad que él logró. Volvió a la novela muy conocida de Albert Camus, El extranjero, de 1942, sin aludirla, asumiendo el riesgo de desmerecer frente a su inigualable escritura, con sus contundentes frases cortas. La historia es por demás perturbadora por tratarse del asesinato de un hombre, sin importar el hecho. Eso es lo que nos hace sentir el personaje Meursault, quien no expresa tampoco otros sentimientos y su vida es vacía y monótona.
Es interesante el encuentro de dos literatos argelinos unidos por la lengua francesa, aunque el referente es hijo de un pied noir, como llamaron a quienes establecieron colonias en Argelia, y Daoud es nativo de esa cultura. Por eso su interés está en develar o narrar desde su perspectiva quién es “el árabe” que ha sido asesinado y acercarse a los motivos del asesino. El tema quizás no tendría la trascendencia que tuvo hasta que Daoud fue señalado por la fatwa de un predicador salafista, quien fue condenado por un tribunal argelino en 2016. Fue la libre interpretación del Islam lo que le hizo ser llamado “sionista” y “criminal” y, además, acusado de haber insultado a Alá y al Corán. La sentencia resultaba más grave si se piensa en los asesinatos de intelectuales por grupos armados islamistas en la década de los noventa.
También el momento de la publicación era difícil por el gran número de inmigrantes árabes que llegaban a Europa; es decir, miles de extranjeros buscando reencontrarse con su identidad en tierras extrañas. Sólo un liberal y laico como el autor pudo enfrentar dos frentes, el de los integristas que lo condenaban por haber criticado al Islam, y los izquierdosos que, según ellos, quería complacer a los occidentales con su novela.
En la historia se vive el encierro por la exclusión de la sociedad poscolonial en Argelia, donde una madre con su hijo buscarán encontrar los motivos por los que el hijo mayor fue asesinado: “el árabe”, según el libro de un escritor famoso que relatará los hechos sin compasión. Y busca revelar quién fue ese “árabe”, mencionado 25 veces, metáfora de ese ser oculto y excluido por los occidentales. La madre de la novela es una mujer argelina común, poco letrada, dedicada al servicio doméstico de alguna familia colonial, personaje que, por lo demás, se asemeja a los rasgos que el mismo Camus ha atribuido a su familia en su novela póstuma.
En el relato, la madre y el hijo vivo encuentran en la trama que la única sombra es la de los “árabes”, objetos borrosos e incongruentes, venidos “de otro tiempo”, como fantasmas con un “sonido de flauta como única lengua”. Zoudj es el nombre del hermano, que significa el dúo porque son como gemelos, aunque es el apodo porque el asesinado se llamaba Moussa, “…en aquella época los árabes dábamos la impresión de estar esperando y no de errar sin rumbo como hoy”.
La madre delira mostrando la fotografía del cadáver en la playa, que nunca se pudo encontrar; por eso ora frente a una tumba vacía. Pero vuelve tras el relato del fantasma del asesinado, más presente que el hijo vivo Haroun, quien sufre y llora la suerte de la experiencia de lo que le han arrebatado, viviendo ahora en una ciudad vacía, renegando de todo incluso de su origen: “Árabe, nunca me he sentido árabe, ya sabes. Es como la negritud que no existe más que en la mirada del blanco”. Vive en el rencor del pasado, sin vislumbrar un futuro: “En el barrio, en nuestro mundo, éramos musulmanes, teníamos un nombre, un rostro y unas costumbres. Punto. Ellos eran ‘los extranjeros’, los rumíes que Dios había enviado para ponernos a prueba, pero cuyas horas estaban contadas: un día u otro se irían, eso era seguro”.
En Argelia la guerra ha terminado con el abandono del país por los franceses, y cuando ya no están allí, Meursault asesina a uno de ellos en 1963. Y aunque se trata de un francés, no podía justificarse su asesinato. Haroun pretendía ser el héroe en que se había convertido su hermano asesinado, podía justificarse entonces que un francés matase a un árabe, pero no al contrario, y mucho menos 20 años después, ya en el periodo poscolonial.
En la familia no hay espacio siquiera para algo cercano al afecto. Los dos hijos, al contrario, parecen reclamar la felicidad que les ha sido negada. Moussa, ya muerto, es invocado constantemente porque su asesinato le ha dado ante la madre investidura de héroe, mientras Haroun carga con el delito de un asesinato cometido cuando no era el momento oportuno. Por eso debe soportar que el oficial le reclame no haber tomado las armas para liberar a su país, habría que haber matado al francés.
La madre de Haroun será cómplice de ambos hijos, y también del asesino, porque se unen en el sino con la muerte, pero el reproche es contra el que está vivo; el hermano y la madre de la familia de ese “árabe”, asesinado por un extranjero. Porque, se pregunta: “Dime: ¿es ‘árabe’ una nacionalidad? ¿Dónde está ese país que todos proclaman como su vientre, sus entrañas, pero que no se encuentra en ningún sitio?”.
El relato vuelto a recrearse ante el tumulto de los emigrantes que se desplazan saliendo de los sitios donde ya no les es posible vivir, buscando hasta encontrar dónde alcanzar la integración. Ahora Argelia se ha poblado de refugiados negros que vienen del sur del Sahara y muestran su identidad musulmana, pero mantienen distancia de esos “árabes” que paradójicamente también fueron tratados como extranjeros en su propio país.